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lunes, 25 de mayo de 2015

Elogio de la incertidumbre







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Por Carlos Alberto Montaner

Es muy doloroso contemplar las imágenes. Como tantas veces se ha dicho, nuestro pasado comenzó en Ur, la ciudad sumeria, cinco mil años antes de Cristo. Hay una línea cultural contínua entre aquel remoto poblado mesopotámico y New York, París o Montevideo.
La guerra santa o yihad desatada por el Estado Islámico nos afecta también. El califato surgido a sangre y fuego entre Irak y Siria, además de decapitar enemigos, destripar a chiítas, yazidíes y cristianos, violar y esclavizar a mujeres y niños, se dedica a destruir los restos del espléndido pasado pagano aún en pie.

Muchos de  los depredadores islamistas son jóvenes criados en Occidente. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué sentido tiene pulverizar a martillazos un milenario y hermoso hombre-toro alado, un majestuoso Lamasu asirio, perteneciente a una religión cuyos rastros se pierden en el tiempo y que ya nadie profesa.

La culpa es de la certeza. El fanatismo violento de los yihadistas surge de la convicción absoluta de que ellos saben cuál es el Dios verdadero y no tienen la menor duda de que cumplen al pie de la letra las órdenas trasmitidas por su libro sagrado, el Corán.

Si vamos a creer a la Biblia, cuando Moisés desciende del Sinaí con los diez mandamientos que le ha entregado Yahvé sabe que el quinto de esos preceptos es "NO matarás", pero la cólera que le provoca ver a los israelitas adorar a un becerro de oro, fundido por su hermano Aaron, lo lleva a ordenar la ejecución de tres mil personas.

Moisés tenía la certeza de que esa, aunque contradictoria, era la voluntad de Dios.

El emperador Constantino, que en el 313 impuso en Milán el Edicto de la Tolerancia, en el 354 rectificó cobardemente y ordenó la destrucción de cientos de bibliotecas y templos paganos. Las rocas calcinadas dieron origen a fábricas de cal.

Cinco años más tarde, los cristianos en Siria, entonces en un rincón ilustre del mundillo helénico, se adelantan 1700 años a los nazis y organizan los primeros campos de exterminio para paganos y judíos en la ciudad de Skythopolis.

Desde entonces y por los siglos de los siglos, los judíos fueron el objeto de todas las persecuciones. Papa tras Papa, comarca tras comarca, los persiguieron, machacaron y expulsaron. Lo hicieron los alemanes, ingleses, italianos, polacos, rusos, españoles, portugueses, cristianos y mahometanos. Lo hizo todo el que podía en nombre de algún Dios verdadero.

Sin dudas, matar enemigos del Dios verdadero ha sido un deporte universal muy practicado. El papa Inocente III, en la Edad Media, desató el genocidio de los herejes albigenses y cátaros. Decenas de millares fueron ejecutados. Cuando le advirtieron que estaba asesinando a justos y pecadores, respondió que no importaba: "Dios se ocupará de mandar a unos al cielo y a otros al infierno". Era solo el preámbulo para las terribles guerras de religión que asolaron la Europa del Renacimiento y la Reforma, liquidando literalmente a millones de personas.

Simultáneamente, en América, mientras creaban ciudades y universidades, los frailes y los conquistadores españoles asesinaban indígenas, quemaban códices y destruían templos, para convertir algunos en iglesias, con el afan de destruir para siempre cualquier vestigio de unas creencias paganas que a ellos se le antojaban como propias del demonio porque incluían los sacrificios humanos.

¿Lo menos peligroso, pues, es ser ateo? Tampoco. Ser ateo puede derivar en otras formas de atropello similares a las practicadas por los creyentes. Al fin y al cabo, afirmar que Dios no existe, entraña una certeza tan temeraria como la de quienes opinan lo contrario.

Los marxistas -leninistas, convencidos de que "la religión es el opio del pueblo" -una frase de Karl Marx-, han perseguido a los cristianos en Rusia y Europa, mientras los chinos y camboyanos han agregado a los budistas en sus listas de víctimas.

En los Estados ateos, miles de templos han sido destruídos o confiscados y dedicados a otros menesteres.  Enver Hoxa, en Albania, convirtió la negación de la existencia de Dios en dogma nacional y hasta creó un Museo del Ateísmo por el que desfilaban los estudiantes para aprender a odiar a los creyentes, ya fueran mahometanos  (la mayor parte) o cristianos. Las mezquitas e iglesias se convirtieron en recintos laicos.

En Cuba, más de 200 escuelas católicas y protestantes fueron expropiadas y decenas de sacerdotes tuvieron que exiliarse. Para agregar sal a la herida, el centro de detención más despiadado y siniestro de la policía política comunista llamada "Villa Marista" fue antes una escuela católica de la orden de los HH Maristas. Como me dijo un exprisionero que había perdido en esa cárcel los dientes, el cabello y la fe religiosa: "Ahí antes te salvaban el alma; ahora te la parten".
Admitámoslo, solo la incertidumbre nos hace flexibles y aceptantes. Quien no duda es un ser muy peligroso. Puede matar sin que le tiemble el pulso. Como los yihadistas.

Este artículo fue publicado se ha tomado de Cubanet.

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