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jueves, 2 de mayo de 2013

Cuba: ¡Non serviam!






Por Ernesto Santana


La mayor vergüenza con la que cargan muchos de los que se consideran intelectuales en Cuba no es esa borrosa ilusión apolítica —que en verdad no pasa de pretensión privada y defensiva ante cualquier oportunidad de expresar lo que realmente piensan—, sino evitar reconocer que, a pesar de que a la intelectualidad se le suponga una independencia de pensamiento y de juicio por encima de cualquier autoridad, se encuentra tan secuestrada en lo ético y tan manipulada por el poder político como cualquier otro sector de la sociedad cubana.



Ser apolítico requiere una demostración contundente, que no es posible en Cuba; una demostración constante de no permitirse el menor compromiso práctico o ideológico con ningún poder político. Un intelectual que se crea más íntegro que Miguel Barnet -porque no hace las lamentables e hipócritas declaraciones alrededor del mundo del presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba-  no es en el fondo más honesto que él, si en algún momento dice lo que no piensa. O sea, si en algún momento colabora con la gran mentira orquestada por un gobierno con el que no está de acuerdo.



El argumento del apolítico cubano no es como el de Thomas Mann o Herman Hesse, quienes estuvieron en contra de las guerras y de políticas violentas y separatistas. Vladimir Nabokov, a quien la política le importaba un bledo, se declaraba contra todo tipo de dictaduras y a favor solo de sistemas políticos donde el individuo pudiera expresarse libremente. Bob Dylan, cuyas canciones se convirtieron en himnos de la izquierda libertaria, a su pesar, porque, para él, no existe izquierda o derecha, sino arriba y abajo, y nunca ha mostrado simpatías por ningún abuso de poder político.



El argumento del supuesto intelectual apolítico cubano es el de cualquier pillo de esquina que no quiere meterse en candela, que no quiere que lo marquen, que dice: "Deja eso, compadre. La políticas es una mierda y todos los políticos son iguales". Supremo argumento que termina siendo complicidad con el dueño de ese silencio, como les ha ocurrido siempre a tantos intelectuales que han vivido bajo regímenes dictatoriales durante años mirando sin ver. Luego, cuando se revelaron las verdades, cuando se supieron los crímenes, exclamaron: "¡Es que yo no sabía eso!" o "¡Si yo lo hubiera sabido...". Lo sabían, como lo sabe todo el mundo, pero se desconoce lo que no se quiere conocer.



¡Cuánta miseria y cuántos sufrimientos íntimos padecen aquellos que no saben qué hacer!. Y hablo aquí de los incapaces de la abyección total. ¡Cuánta confusión pueden permitirse por cerrar los ojos ante la realidad!. E incluso ¡cuánta alucinación!, pues hay quien se supone más que apolítico, ácrata, descreído de toda forma de gobierno, como si alguna vez hubiera tenido la posibilidad de escoger la forma de gobierno que padece. ¡Qué paisaje de egoísmo y poquedad les dejamos a los jóvenes, a quienes enseñamos el arte de la simulación para sobrevivir dentro de la mediocridad a toda costa, incluso con la venenosa, y en apariencia plácida, esperanza de que, “si te vas, podrás ser tal vez lo que aquí no puedes”!. En el fondo, no es más que miedo al poder.



Cuando Michel Foucault decía que el poder no es omnipotente, omnisciente, sino lo contrario, no estaba hablando puntualmente de gobiernos como el cubano, pero sus observaciones nos resultan pertinentes: "Si asistimos al desarrollo de tantas fuerzas de poder, de tantos sistemas de control de tantas formas de vigilancia, es precisamente porque el poder es siempre impotente".



Claro está que, sobre todo en el caso cubano, el poder trata de convertir el terror de su impotencia en una cuota de terror para cada individuo, intelectual, obrero marginal o lo que sea. La  expresión non serviam (no serviré), que los teólogos atribuyen a Lucifer, ha sido utilizada muchas veces en un sentido redentor.



Hace casi un siglo, el poeta chileno Vicente Huidobro lanzó su Non serviam, “grabado en una mañana de la historia del mundo”, aclarando que “no era un grito caprichoso, no era un acto de rebeldía superficial”, se refería solo a no ser esclavo de la madre Natura. Por la misma época, James Joyce escribía: “No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo”, y hablaba de la sociedad, añadiendo que trataría de expresarse en la vida y en el arte tan libre y en plenitud como le fuera posible.



Es cierto que muchos grandes escritores que vivieron en Cuba durante la revolución nos han dejado razones para el desconcierto, llámense Alejo Carpentier, Lezama Lima, Virgilio Piñera o Eliseo Diego, al margen del valor indudable de su obra. Tenemos que caer en la simple realidad de que sus actitudes y confusiones están en el pasado y fueron propias. Nosotros estamos en un presente que es incluso otro siglo. Para nosotros, intelectuales o no, lo principal debe ser no formar parte de la enfermedad, sino de la cura, porque ya sabemos que el desastre, como la marea baja, hace descender a todos los barcos por igual.



¿Qué importa si uno se cree “apolítico”, “neutral”, “imparcial”, “libre pensador”, “verdadero izquierdista” o lo que le parezca mejor? ¿No es evidente que lo fundamental no es solo que debamos estar en contra de la intervención de la política en la vida cultural, sino sobre todo contra toda intervención de una política dictatorial en la vida cultural? Más aun: ¿No está claro que antes de considerarse uno intelectual consecuente con sus convicciones, debe aspirar a ser nada más y nada menos que un ciudadano, con los derechos y los deberes que eso implica en cualquier país civilizado?
¿Y cuál es el primer paso sino el de no colaborar? Non serviam. No servir al poder, no colaborar con éste cuando niega la posibilidad de un mundo en el que ser “apolítico”, “imparcial”, “izquierdista”, “derechista”, o cualquier otra denominación, tenga un sentido sencillamente humano.

Nota aclaratoria: este artículo ha sido publicado previamente en Cubanet.
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